24 febrero 2011

After party

A ella le gusta vivir en la calma de la fiesta pero nunca se sienta en el banquillo de los cansados. La última vez que la vi usaba jeans. Millones de neuronas agónicas se desparramaban entre el sudor para ser absorbidas por el suelo de arena de la discoteca. Tenía la cara cansada y las piernas eufóricas. Siempre me gustó contemplar su meneo. Hay tantas cosas positivas que decir de ella sin embargo en esa noche nada tendía a lo positivo y, lamentablemente para ustedes, no puedo dar la información completa; no es de importancia pero hay muchos detalles que quedaron sin ser expuestos.
Pasada la medianoche vi que abandonaba la pista de baile. Su salida de aquel lugar tendría una doble intención. Algo que yo no descubriría hasta varias horas más tarde. Vi que se dirigía hacia el oeste, hacia lo único que el oeste tiene en este lugar: el mar. No iba con ganas de nadar ni de refrescarse, lo sé porque la vi cogida de la mano con un muchacho al que no reconocí. Supongo que era para bajar la tensión.

La conozco desde que dejé los libros gordos de contabilidad por los obsesos de literatura (creo que ahora lo que quiero es comprender los libros). Bien, con respecto a ella más bien diría que conocí el lado oscuro de su ser, porque a ella ya la había conocido de antes. En esa época la soledad carcomía mis huesos. A mis amigos de la universidad les encantaba dramatizar el asunto; ella era una muchacha tranquila, muy tranquila. Aunque sí tenía sus rarezas, talvez un poco más de lo normal pero a mí me gustaba eso. Entre rabietas aprendí a lidiar con aquel tormento de mujer. Cada día entablar una conversación era un verdadero desafío a la paciencia y la perseverancia. Me gusta el misterio, lo misterioso, lo que no se muestra, por eso creo que me obsesioné por formar parte de su vida, de abarcarla por completo, lo que me hizo vulnerable.

Sentado desde donde me encontraría logré ver que el muchacho desconocido se enredó en sus piernas y luego huyó, se alejaba de ella sin dejar de verla. No sé cómo pudo hacerlo, yo habría tropezado fácilmente en toda esa arena pero él lo hizo; como si temiera algo, como si dejar de verla lo convirtiera en piedra. Me acerqué y sentí una leve brisa, una brisa fresca que aliviaba el ardor de su cráneo. Lo sé por la manera como ella echaba la cabeza hacia un costado, recibiendo el dulce vientecillo con una sonrisa de placer. Su cuerpo estaba casi recostado, sus manos enterradas en la arena hacían de viga para no dejarla caer de espaldas.

Gritos que cada vez profundizaban la agonía venían de todas partes, sobretodo de la multitud que rodeaba a la discóteca. Ya no había tiempo para nada. El hecho estaba consumado. Salir de la zona, salir del pandemonio, salir del embrollo era imposible, ni aunque quisiera. El calor era cada vez más abrasador. Debo decir que sé dar consejos pero no seguirlos, a todo el mundo le digo que la vida es para vivirla y lucharla, vaya cómo lo he cumplido yo. Tengo algo aquí (dentro, en el pecho) que me empieza a sacar de quicio. Es que es gracioso encontrarse con una yo diferente, y en este planeta no hay espacio para los dos. Aunque somos la misma persona, es más divertido dejar correr la imaginación, o lo que sea que me diagnosticó el psiquiatra; de esta manera puedo disfrutar mi pequeño coctel de cianuro (que me hace dar mil vueltas) haciéndome a la idea de que estoy inmersa en una historia de suspenso. Nada más me someto a una nueva travesía. Irme de aquí recostada sobre la arena, con la brisa del mar lamiendo mi cara, nada podría ser más hermoso. Tiendo al caos, por eso me quedo en blanco. Es mejor así.

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