20 agosto 2012

Soy todo lo que me callo (Autorretrato a los veintiún años)

No se me ocurre nada. No. Sí, de hecho no sé por dónde empezar a contar o, pensándolo bien, no sé qué contar puesto que nunca me había detenido a pensar en construir un autorretrato con palabras. No estoy seguro de que puedan construirse autorretratos con palabras. Al menos no uno que sea una representación fiel de mí mismo, pero ¿acaso existe algo como eso? Todavía no se me ocurre nada. He borrado la oración anterior más de diez veces. Estoy deprimido. No tengo ganas de salir a la calle, no tengo ganas de preparar algo para comer, no tengo ganas de cambiarme de ropa (llevo puesta una pijama, son las seis de la tarde), no tengo ganas de hablar con nadie. Podría seguir enumerando las cosas de las que no tengo ganas pero ya no tengo ganas de hacerlo. Pero sí tengo ganas de comer, aunque no sé bien qué y no tengo muchas ganas de pensar en eso. Tengo ganas de tener sexo. Tengo ganas de conversar largo rato con alguien a quien no considere mi amigo, en todo el sentido que yo le doy a esa palabra. Tengo ganas de escribir algo que valga la pena. Tengo ganas de nadar en el mar. Así que no padezco de anhedonia. No estoy deprimido. No sé cuál es la definición clínica de la depresión. Nunca he ido donde un psicólogo, excepto una vez en el colegio cuando robaba Diazepam de la farmacia de una tía y le regalaba las pastillas a una amiga de la cual estaba enamorado. Nunca me he drogado con drogas duras. Miento. Una vez experimenté con un tranquilizante para caballos, en otra ocasión inhalé cocaína que me había conseguido un policía. No fumo marihuana con regularidad. Le debo diez mil dólares al estado. No tengo trabajo. Creo que padezco de ergofobia. Quiero morir igual que Rodrigo Lira, pero lo que sé hasta ahora es que mi muerte se asemejará a la de Gabriel Ferrater. Pienso a diario en la muerte pero también pienso en formas de vivir que puedan definirse bajo el espectro de la felicidad, o de lo que he llegado a considerar como felicidad. A menudo estos pensamientos aparentemente contrapuestos se superponen y suele alegrarme sobremanera la idea de una muerte que sea la culminación de un proceso mental similar al personaje principal de La muerte feliz de Albert Camus. No quiero una muerte tonta como la de Camus. Lo único que sé del enamoramiento es que es una condición que se padece. Me enamoro unas doscientas veces cada día. Me he enamorado de gente muerta. Soy todo lo que me callo. Leí Autorretrato, de Édouard Levé, tres veces seguidas; si alguna vez escribía un libro el resultado habría sido algo similar a la obra del francés, obviamente no lo escribiré jamás. Soy como el Pichula Cuéllar, pero con pichula. A menudo me sangra la nariz por las mañanas. Me han operado una sola vez, o tres, si incluyo la extracción de las cordales, lo cual duró más de dos horas, me inyectaron anestesia y me cosieron puntos quirúrgicos. Durante mi adolescencia me consideré de izquierdas, ahora creo que me encasillarían en la derecha. Nunca he votado. Uso un certificado de votación falso que nunca me causó problemas (lo cual evidencia el sinsentido de pedir una copia de tal certificado cada vez que hacemos un trámite) hasta que decidí cambiar mi domicilio electoral de Quito a Playas. En ocasiones, para matar el tiempo, juego a ser canalla, pero no lo hago en serio. Me gusta hablar cuando siento que mis palabras no van dirigidas a un tacho de basura. A veces no recuerdo mi edad, sobre todo desde que cumplí veinte años. Cuando veo a alguien puedo saber con seguridad si lo he visto antes, si, por ejemplo, me lo he cruzado en la calle o se ha subido al mismo bus que yo. Mi ojo derecho es más pequeño que el izquierdo. Solía usar aretes. Anocheció mientras escribía. Este no soy yo.

13 agosto 2012

Contrapeso

En el pasillo que va de la entrada a la pequeña sala de su departamento, Vernon Sando encendió un cigarrillo y se quitó la chaqueta antes de abrir la ventana y arrojar el fósforo usado hacia el terreno baldío que yace cuatro pisos más abajo. Una luz anaranjada cubrió su torso. Ya en la cocina, Vernon sacó una taza de la alacena y cuando ponía agua a calentar se dio cuenta de que no quedaba ni una pizca de café. Irritado, bajó las escaleras a toda prisa pero antes de llegar a la puerta de calle vio a Sue Ellen, su vecina de piso, llorando derrumbada en el primer escalón.

La noche anterior Vernon había salido a cumplir su última asignación. El mensaje de voz que recibió hace dos semanas contenía todas las instrucciones necesarias, básicamente debía matar a un anciano que vivía al final de la calle, en su mismo barrio. Según sus propias reglas, no debía acometer el trabajo, sin embargo, tras investigar un poco, se decidió a hacerlo: el viejo no era más que un solitario, trastornado y obsesionado con la lectura de los rusos decimonónicos.
Vernon entró al departamento del anciano y lo esperó en su cuarto a que regrese de hacer las compras. Sabía de antemano que no habría alarmas y que las escaleras para incendios estarían sin vigilancia, lo único con lo que no contaba era encontrarse al gato de Sue Ellen hurgando entre la ropa del armario del viejo. Era el mismo, estaba seguro, tenía aquella mancha gris sobre su pelaje negro y la inconfundible correa dorada con el cascabel en forma de manzana. Era el gato de su vecina, aquella horrible máquina de maullidos capaz de saltar hasta tu cara en el momento menos pensado. Lo dejó allí, no era su asunto. Se dirigió hasta la cama y esperó debajo de ella. Casi una hora después llegó el viejo, Vernon oyó un sonido de fundas y golpes secos y luego, tras un par de minutos, la puerta del dormitorio se abrió. Vio los pies de su víctima mientras dejaba un vaso en la mesa de noche, cerraba las persianas y se desvestía camino del baño. Vernon puso un somnífero líquido y sin sabor en el vaso, y esperó. Cuando el viejo salió del baño y cayó tendido en la cama, Vernon se levantó y cuidadosamente insertó un supositorio con una dosis mortal de barbitúricos en el ano del viejo. El trabajo estaba hecho.
Antes de salir, Vernon vio una funda colgando de una pared, como un cuadro, alguna masa viscosa y oscura reposaba en su interior. Al acercarse, Vernon se dio cuenta de que la funda contenía al gato desmembrado de su vecina nadando en su propia sangre. Pero allí lo dejó, una vez más no era su asunto.
Vernon Sando, al salir del edificio del anciano, encendió un cigarrillo y paró un taxi, fue hasta la casa de Carmen Domínguez, una pintora puertorriqueña con la que había estado acostándose todas las noches por las últimas dos semanas. Cuando llegó, Carmen estaba leyendo un libro nuevo. ¿Qué lees ahora, cariño? preguntó Vernon. Ah, estoy poniéndome al día con Franzen, ¿puedes creer que el personaje principal no quiere que nazcan más humanos en la Tierra y odia a los gatos domésticos? respondió ella. Vernon fumó otro cigarrillo mientras ella dejaba el libro y se desvestía, luego hicieron el amor en el sofá y Vernon terminó dentro de ella.

Sue Ellen se calmó un poco y pudo hablar más claramente. Alguien se había llevado a su gatito, no era posible que escapara, estaba muy encariñado con ella, o así se lo había afirmado a Vernon. De alguna manera, él logró animarla y prometió comprarle una nueva mascota. Ella, aceptando la oferta, y, en recompensa, lo invitó a tomar café. Vernon Sando se sonrió para sí mismo y subió al piso de Sue Ellen. Antes de acostarse con ella le preguntó si había leído a un tal Jonathan Franzen, Sue Ellen dijo que no y Vernon sacó un preservativo de su billetera.