21 julio 2011

Un plato que se disfruta frío

Dos días había pasado John Jairo Cárdenas Sánchez encerrado en el pequeño cuarto alquilado que ocupaba desde su llegada. Acostado sobre la cama sin colchón, miraba al techo desde donde pendía un viejo ventilador oxidado. John Jairo se extrañaba al pensar que el óxido lo perseguía, lo veía como metáfora de su propia vida. En el cinto del pantalón sentía la frialdad de su compañero inseparable, metió la mano debajo de la camisa, lo acarició y lo levantó por encima de sí. El revólver color naranja con pintas metálicas estaba recubierto en ciertas partes por una capa de sangre seca. John Jairo dejó el arma sobre el aparador que estaba a su lado y se quedó viéndolo, contemplando su magnetismo. El revólver despedía un brillo puntiagudo cada vez que alguna asta del ventilador le echaba un reflejo de sol, casi como un guiño sonriente para John Jairo, que se quedó dormido con los ojos abiertos fijos en su compañero.

Al despertar, John Jairo Cárdenas Sánchez, se dio cuenta que era de noche por la ausencia de reflejos en su amado revólver. Pronto serían tres días de consumada la venganza. El gozo del golpe fallido (aunque John Jairo nunca lo supo) le producía una profunda alegría, una ensoñación lenta que manaba del revólver oxidado y que crecía con el paso de las horas. El viejo revólver bailaba ahora sobre su mano, daba volteretas y se detenía en las más raras posiciones; este juego lo disfrutaba John Jairo en una completa serenidad. De repente, y sin darse cuenta, tocaron a la puerta. El revólver empezó a latir febrilmente, se apuntó a sí mismo hacia el origen del ruido, se cargó de rabia por el descongelamiento del placer y se descargó en un orgasmo violento, sonoro y fatuo.

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