06 mayo 2011

Hierve bajo el sol

el suelo. La brisa del mar me regala partículas de sal que se depositan en la comisura de mis labios, como niños sudorosos. Mis pies traspasan el círculo mágico que es la sombra del parasol y parecen depositados en un microondas, se doran por todas partes. Doy una vuelta y quedo boca abajo, la arena se convierte en apanadura. Giro la cabeza, la veo a ella, tiene los ojos cerrados, no sé si duerme. Extiendo mi mano y antes de tocarla veo mis uñas llenas de granos de arena, parece un esmalte de color extraño. Desisto de mi misión, llevo el índice hacia mi boca y mis dientes se dedican a saborear un nugget salobre. Desisto nuevamente, quiero limpiar mis dedos y no encuentro más lugar que la arena misma. Retomo el viaje de la mano, llego a su vientre donde deposito un montículo de arena húmeda. Destruyo la pequeña montaña con movimientos circulares de mis dedos. Ella sonríe y arquea la espalda. Sin darme cuenta estampa mi cabeza en la arena. Aspiro con todas mis fuerzas el fresco olor a conchas trituradas.

Recuerdo que hace muchos años, cuando recién empezaba mi naufragio escolar, mis padres me llevaban seguido a la playa. En mi memoria siempre estoy yo y está Playas. Nunca mi hermana ni mi casa. Tan solo mi padre o mi madre, en algunos casos mi abuelo intermitente, y la playa como desierto. Siempre quise llegar al mar pero antes debía recorrer el infierno. Recuerdo que todo se transformaba en lava ardiente y pegajosa. La arena succionaba mis piernas poco ágiles y a la vez iba invadiendo cada intersticio, se metía dentro de mis dedos, subía por mis piernas y si me descuidaba y caía me sentía como un hombre en llamas o un pescado apanado, arena insoportable por todas partes. Arena como sal prieta, asquerosamente salada que entraba en mi boca. Y luego el olor, una mezcla de tripas de pescado con azufre. No tenía más opción que llorar y alzar los brazos esperando las manos salvadoras que me saquen de ese lugar y me lleven a la purificadora agua.

Ya no se encuentra en mi memoria el día en que comencé a gustar de la arena. No sé si fue un proceso lento o si en un instante me encontraba jugando en ella como si nada. Tal vez llegó un día en que dejó de interesarme su malestar, así como todo en algún momento deja de ser interesante para mí. Lo que sé es que ahora la siento parte mía, es mi cama de motel en noches de carnaval, es la cancha de fútbol que nunca tuve, es mi patio de juegos, la entrada a mi piscina y hoy se había convertido en mi tumba hirviente hasta que ella me resucitó con el estruendo de su risa.

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