25 octubre 2010

Los niños tienen los pies bonitos

Más abajo de la cintura, Cristo se quiere celebrar.
De la semilla, semental.

Chinoy - Que salgan los dragones

Nunca tuve la costumbre de llevar un diario, aun cuando dedicaba buena parte de mi tiempo a repasar en mi pensamiento los sucesos que transcurrían hora tras hora. Podía hacerlo donde fuera que me encuentre: al lavarme los dientes, al bañarme, mientras iba en el colectivo, y antes de dormir, sobretodo. Siempre estaba al tanto de lo que mi cuerpo sentía y lo que mi mente tramaba, sin embargo nunca se me ocurrió dejarlo por escrito. Pudo haber salido alguna buena historia de todo eso, sin duda. O talvez no, mi vida no fue más que una sucesión interminable de momentos perfectamente evanescentes y muchas veces rutinarios. Es probable que nadie lea esto y si lo hicieran no cambiaría nada, esto ni siquiera me representa pero es un alivio deshacerse, al menos simbólicamente, de aquello que pasó, y dejarlo en la Tierra.
Todo tuvo lugar en no más de un día, un sábado para ser más precisos. No llegué bajo presión, me gustaba lo que hacía y con quién lo hacía. Al principio sentí cierto pudor cuando empezamos a conversar, aunque era yo quien hablaba la mayor parte del tiempo. Nada era convencional, ni el lugar donde estábamos ni la conversación que manteníamos ni las miradas que se cruzaban entre los dos. Recuerdo que ese día se cumplían dos meses desde la primera vez que nos vimos, generalmente otras personas no duran tanto o acostumbran a hacerlo una vez y ya. Conmigo era diferente, te lo aseguro, sentía un compromiso con lo que hacía, y una gran necesidad también. El hecho es que aquella vez empecé, como era habitual, a contarle lo que había vivido durante la semana. Me miraba fijamente y de vez en cuando hacía una mueca extraña que tomé por una sonrisa. Cuando hube acabado de contarle mis cosas, se levantó y me tomó de la mano, dijo que esta vez debía olvidarme de las penas y debía en cambio sentir más la felicidad de vivir, eso fue lo que dijo. Agarrados de la mano entramos a su cuarto e inmediatamente me sentó en una esquina de la cama. Yo no sabía qué decir, sentía una incomodidad terrible a pesar de la confianza que le tenía. Mientras cepillaba mi cabello con una mano, con la otra agarró mis piernas y las puso sobre su regazo, me sonrió y procedió a sacarme las sandalias. Pasó su mano muy lentamente por mis dedos, mi pie, mi pierna -las caricias se detuvieron un momento-, me miró y en seguida siguió hasta que llegó sobre mi vientre. Todo estaba en silencio, era como si hubiera desaparecido el universo entero y quedásemos solo los dos, rodeados de una oscuridad angustiante. Fue en ese momento que tocaron a su puerta. Me asusté y me incorporé enseguida. Me empujó detrás de la puerta y escuché a alguien que dijo:
- ¿Qué haces aquí? Ven rápido a la capilla que llegó un tal Ramón para confesarse.
- En seguida, señor. Ya voy.
Cerró la puerta y dirigiéndose a mí dijo:
- Puedes irte ya, no olvides hacer tus oraciones esta noche.
Lo vi alejarse y alcancé a escuchar que le decía a otro de los sacerdotes recién llegados: ¡vaya que los niños tienen los pies bonitos, eh Manuel!
Aun tengo fija la imagen de él entrando a la capilla con una carcajada mientras el otro se quedaba con una mueca extraña en la cara. Ha pasado mucho tiempo desde aquel día y sin embargo aun escondo mis pies de la mirada de la gente, pero son ellos quienes esta tarde me guiarán a través del río y todo acabará, al fin.

2 comentarios:

Lardo91 dijo...

No entendí por completo lo que describiste, el sacerdote toco tu pies?, que edad tenias? y te gusto o no? que paso tiempo despues?

como comenzo todo para que el tocara tus pies y lo volvio a intentar?

seguire tu blog me gusto .)

Miguel Muñoz dijo...

Es un relato de ficción. Pero por supuesto que es algo que pasa en todo el mundo.

Qué bueno que sigas el blog, trato de alimentarlo de cuentos, poesías y relatos no tan comunes.